bueno, aqui les dejo un representante de la poesia epica: "el cantar de Roldan", de autor anonimo, es una de mis lecturas favoritas. que la disfruten:
LXXX
Oliveros ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Roldán, su compañero, y le dice:
-¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos eligió.
-¡Callad, Oliveros -responde Roldán-; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!
LXXXI
Oliveros ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.
LXXXII
-He visto a los infieles -dice Oliveros-. Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!
Los franceses exclaman:
-¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!
LXXXIII
Dice Oliveros:
-Muy crecido es el número de los sarracenos y escaso me parece el de nuestros franceses. Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante: Carlos lo escuchará y volverá el ejército.
-Locura fuera -responde Roldán-. Perdería por ello mi renombre en Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con Durandarte. Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos les espera la muerte.
LXXXIV
-¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos habrá de oírlo y volverá con el ejército; podrá socorrernos con todos sus barones.
-¡No permita Dios que por mi culpa sean menoscabados mis parientes y que Francia, la dulce, arrostre el desprecio! -replica Roldán-. ¡Más bien habré de dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada que llevo ceñida al costado! Veréis su hoja cubierta de sangre. Los felones sarracenos se han reunido para desdicha suya. Os lo juro: todos ellos están señalados para la muerte.
LXXXV
-¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos, que está cruzando los puertos, habrá de oírlo. Os lo juro: volverán los franceses.
-¡No plegue a Dios que jamás hombre vivo pueda decir que por causa de los infieles toqué mi olifante! -responde Roldán-. Nunca escucharán mis deudos tal reproche. Cuando se entable la feroz batalla, mil y setecientos golpes habré de asestar y veréis ensangrentarse el acero de Durandarte. Los franceses son denodados y pelearán valientemente; no escaparán a la muerte los de España.
LXXXVI
-¿Por qué habrían de menoscabarnos? -insiste Oliveros-. He contemplado a los sarracenos de España: son tantos que cubren montes y valles, colinas y llanuras. ¡Poderosos son los ejércitos de esta turba extranjera y muy reducido el nuestro!
Y responde Roldán:
-¡Ello me enardece más! ¡No plegué al Dios de los cielos ni a sus ángeles que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero la muerte a soportar el escarnio! ¡Cuanto más recios sean nuestros golpes, más habrá de querernos el emperador!
LXXXVII
Roldán es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan asombroso denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás esquivarían una batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y nobles sus palabras.
Los felones sarracenos cabalgan furiosamente.
-Ved, Roldán, cuán numerosos son -dice Oliveros-. ¡Muy cerca están ya de nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os habéis dignado tocar vuestro olifante. Si el rey estuviera aquí, no nos amenazaría tal peligro. Mirad a vuestras espaldas, hacia los puertos de España; podrán ver vuestros ojos un ejército digno de compasión: quien se encuentre hoy a retaguardia, nunca más podrá volver a hacerlo.
-¡No pronunciéis tan locas palabras! ¡Malhaya el corazón que se ablande en el pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra cuenta correrán los lances y refriegas.
LXXXVIII
Cuando advierte Roldán que está por entablarse la batalla, ostenta más coraje que un león o leopardo. Interpela a los franceses y a Oliveros:
-Señor compañero, amigo: ¡contened semejante lenguaje! El emperador que nos dejó sus franceses ha elegido a estos veinte mil: sabía que no hay ningún cobarde entre ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su señor, sufrir fuertes calores y crudos fríos, y también perder la sangre y las carnes. Herid con vuestra lanza, que yo habré de hacerlo con Durandarte, la buena espada que me dio el rey. Si vengo a morir, podrá decir el que la conquiste: "Ésta fue la espada de un noble vasallo."
LXXXIX
Por otro lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín. Espolea a su caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses y les echa un sermón:
-Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey debemos morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha; podéis tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis visto a los infieles. Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso serán para vosotros.
Bajan del caballo los franceses y se prosternan en la tierra. El arzobispo les da su bendición en nombre de Dios y como penitencia les ordena que hieran bien al enemigo.
XC
Se yerguen los franceses y se ponen de pie. Están bien absueltos, libres de todas sus culpas y el arzobispo los ha bendecido en nombre de Dios. Luego montan nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como conviene a caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados para el combate.
El conde Roldán llama a Oliveros:
-Señor compañero, bien hablasteis al decir que Ganelón nos había traicionado. Recibió como salario oro, riquezas y dineros. ¡Séale dado vengarnos al emperador! El rey Marsil nos compró como quien compra en un mercado, ¡pero esa mercancía, sólo habrá de obtenerla por el acero!
LXXIX
Ármanse los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado sus corceles y cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:
-Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.
-¡Ah! ¡Así lo permita Dios! -responde Roldán-. Aquí habremos de resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas, soportar los grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles y con los cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!
Ármanse los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado sus corceles y cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:
-Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.
-¡Ah! ¡Así lo permita Dios! -responde Roldán-. Aquí habremos de resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas, soportar los grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles y con los cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!
LXXX
Oliveros ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Roldán, su compañero, y le dice:
-¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos eligió.
-¡Callad, Oliveros -responde Roldán-; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!
LXXXI
Oliveros ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.
LXXXII
-He visto a los infieles -dice Oliveros-. Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!
Los franceses exclaman:
-¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!
LXXXIII
Dice Oliveros:
-Muy crecido es el número de los sarracenos y escaso me parece el de nuestros franceses. Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante: Carlos lo escuchará y volverá el ejército.
-Locura fuera -responde Roldán-. Perdería por ello mi renombre en Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con Durandarte. Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos les espera la muerte.
LXXXIV
-¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos habrá de oírlo y volverá con el ejército; podrá socorrernos con todos sus barones.
-¡No permita Dios que por mi culpa sean menoscabados mis parientes y que Francia, la dulce, arrostre el desprecio! -replica Roldán-. ¡Más bien habré de dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada que llevo ceñida al costado! Veréis su hoja cubierta de sangre. Los felones sarracenos se han reunido para desdicha suya. Os lo juro: todos ellos están señalados para la muerte.
LXXXV
-¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos, que está cruzando los puertos, habrá de oírlo. Os lo juro: volverán los franceses.
-¡No plegue a Dios que jamás hombre vivo pueda decir que por causa de los infieles toqué mi olifante! -responde Roldán-. Nunca escucharán mis deudos tal reproche. Cuando se entable la feroz batalla, mil y setecientos golpes habré de asestar y veréis ensangrentarse el acero de Durandarte. Los franceses son denodados y pelearán valientemente; no escaparán a la muerte los de España.
LXXXVI
-¿Por qué habrían de menoscabarnos? -insiste Oliveros-. He contemplado a los sarracenos de España: son tantos que cubren montes y valles, colinas y llanuras. ¡Poderosos son los ejércitos de esta turba extranjera y muy reducido el nuestro!
Y responde Roldán:
-¡Ello me enardece más! ¡No plegué al Dios de los cielos ni a sus ángeles que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero la muerte a soportar el escarnio! ¡Cuanto más recios sean nuestros golpes, más habrá de querernos el emperador!
LXXXVII
Roldán es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan asombroso denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás esquivarían una batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y nobles sus palabras.
Los felones sarracenos cabalgan furiosamente.
-Ved, Roldán, cuán numerosos son -dice Oliveros-. ¡Muy cerca están ya de nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os habéis dignado tocar vuestro olifante. Si el rey estuviera aquí, no nos amenazaría tal peligro. Mirad a vuestras espaldas, hacia los puertos de España; podrán ver vuestros ojos un ejército digno de compasión: quien se encuentre hoy a retaguardia, nunca más podrá volver a hacerlo.
-¡No pronunciéis tan locas palabras! ¡Malhaya el corazón que se ablande en el pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra cuenta correrán los lances y refriegas.
LXXXVIII
Cuando advierte Roldán que está por entablarse la batalla, ostenta más coraje que un león o leopardo. Interpela a los franceses y a Oliveros:
-Señor compañero, amigo: ¡contened semejante lenguaje! El emperador que nos dejó sus franceses ha elegido a estos veinte mil: sabía que no hay ningún cobarde entre ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su señor, sufrir fuertes calores y crudos fríos, y también perder la sangre y las carnes. Herid con vuestra lanza, que yo habré de hacerlo con Durandarte, la buena espada que me dio el rey. Si vengo a morir, podrá decir el que la conquiste: "Ésta fue la espada de un noble vasallo."
LXXXIX
Por otro lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín. Espolea a su caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses y les echa un sermón:
-Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey debemos morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha; podéis tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis visto a los infieles. Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso serán para vosotros.
Bajan del caballo los franceses y se prosternan en la tierra. El arzobispo les da su bendición en nombre de Dios y como penitencia les ordena que hieran bien al enemigo.
XC
Se yerguen los franceses y se ponen de pie. Están bien absueltos, libres de todas sus culpas y el arzobispo los ha bendecido en nombre de Dios. Luego montan nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como conviene a caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados para el combate.
El conde Roldán llama a Oliveros:
-Señor compañero, bien hablasteis al decir que Ganelón nos había traicionado. Recibió como salario oro, riquezas y dineros. ¡Séale dado vengarnos al emperador! El rey Marsil nos compró como quien compra en un mercado, ¡pero esa mercancía, sólo habrá de obtenerla por el acero!
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